En Cuernavaca, la tierra de la eterna primavera donde los días se derraman lentos como miel sobre la tierra, descubrí un rincón donde el tiempo no corre, respira. La Hacienda de Cortés se me reveló como un susurro antiguo envuelto en bugambilias, un santuario escondido entre árboles que han visto pasar generaciones, y muros que aún guardan el aliento de los siglos. Al atravesar su gran portal, sentí que el mundo exterior se quedaba atrás, disolviéndose en el murmullo del agua y en el aroma sereno de la historia viva.

Caminar por sus corredores fue como deslizarme por las páginas de un libro de historia, uno escrito con piedra, con raíces, con el eco de un pasado que se niega a desvanecerse. El aire, impregnado de flores y memorias, me rodeó con una suavidad que sólo existe en los sueños. Los jardines, vastos y vivos, me invitaron a perder la prisa y a encontrarme en el silencio. Cada hoja que danzaba con la brisa parecía tener algo que contar, como si la naturaleza misma hablara con voz baja, delicada, eterna.

Sentada bajo la sombra generosa de un amate que parecía tocar el cielo, dejé que mis sentidos se empaparan de todo. La calidez de la piedra bajo mis manos, la luz que se colaba entre los arcos, el canto lejano de algún pájaro escondido.

Las comidas y cenas son un ritual. Cada plato, una historia servida con manos sabias, con sabores que no sólo hablan del México profundo, sino que lo celebran. El maíz, el chile, el cacao… ingredientes ancestrales convertidos en arte. El vino acariciaba el alma, y la conversación, envuelta en la atmósfera casi mágica del restaurante, flotaba como incienso. Era fácil olvidar los relojes, los teléfonos, el ruido del mundo moderno. Todo lo que importaba estaba ahí: el ahora, lo bello, lo simple.

Para la Hacienda de Cortés, Pertenecer a la distinguida colección de Tesoros de México no es casualidad, sino un reflejo fiel de su alma. Este reconocimiento no solo honra su arquitectura majestuosa y su historia palpable, sino también la calidez de su hospitalidad y la excelencia de cada detalle. Ser parte de esta selecta familia de hoteles y restaurantes significa custodiar lo más valioso de nuestras raíces: el arte de recibir, el sabor de lo auténtico y la belleza que se esconde en lo nuestro. Aquí, el lujo no es ostentoso, es profundo; es la herencia convertida en experiencia.

Al llegar la noche, la hacienda se transformó. Las luces suaves parecían flotar como luciérnagas cautivas, y las sombras largas jugaban entre columnas y caminos empedrados. El cielo, despejado y profundo, se llenó de estrellas que parecían más cercanas que nunca. Caminé despacio, sin destino fijo, sólo por el placer de sentir cómo la historia, la piedra y el cielo podían envolverme sin palabras, sólo con presencia.

Dormí con la ventana entreabierta, escuchando el canto lejano de las fuentes. Y en mis sueños, la hacienda siguió hablando: de conquistadores, de mestizajes, de tiempos que se cruzan. Pero también de paz, de belleza, de la posibilidad de habitar un instante pleno.

Desperté con el sol filtrándose entre cortinas de lino, como una caricia temprana. Me sentí renovada, como si hubiera viajado lejos sin moverme realmente. La Hacienda de Cortés no fue solo un lugar para descansar. Fue un encuentro. Un espejo antiguo donde vi reflejada la calma que tanto necesitaba. Un poema sin rima pero con alma, una historia viva que aún late entre sus muros.

HACIENDA DE CORTES
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APASIONADA DEL BUEN VIVIR