Hay lugares donde el paladar despierta, donde cada bocado es una revelación y el alma se sienta a la mesa. En lo alto de Acapulco, donde el mar abraza la montaña y el cielo se pinta de fuego al atardecer, encontré uno de esos rincones donde la cocina se convierte en arte y el arte, en emoción pura. Zibu es un ritual. Un santuario donde México y Tailandia se cruzan en un abrazo inesperado, en una danza de sabores que desafía lo conocido y acaricia lo inexplorado.

Desde el primer momento, el espacio me envolvió con su calidez natural: bambú, piedra, madera y aire. El eco del mar, el susurro del viento entre las palmas, y esa sensación de estar suspendida en el tiempo, como si el mundo allá afuera se disolviera entre la sal del aire y la promesa del primer plato. Todo aquí está pensado para rendir homenaje a los sentidos, desde la arquitectura que respira con la naturaleza, hasta la música suave que se desliza como agua entre las mesas.
Los sabores, audaces y armoniosos, estallan con la intensidad de un recuerdo que no sabías que tenías. Probé el paiko de res, donde la carne se deshacía con ternura, vestida de albahaca crujiente y un suspiro de cítricos que bailaban con el aceite de trufa. Después, los tacos de jaiba suave, un matrimonio perfecto entre la suavidad del mar y el fuego sutil del ponzu con habanero. Cada plato, un poema breve escrito con ingredientes que cruzaron océanos, un diálogo entre dos culturas que comparten el amor por el sabor profundo.

Cenar en Zibu s una travesía donde la historia viaja en la memoria de las especias. Acapulco, alguna vez puerto del Galeón de Manila, guarda entre sus olas las huellas de aquel intercambio de mundos: sedas, porcelanas, aromas lejanos. Aquí, esa historia se reinventa en cada receta, como un tributo a los navegantes del sabor, a quienes entendieron que la comida es también puente, es raíz y es vuelo.
El ambiente en Zibu es un susurro constante de elegancia y calidez, una atmósfera que abraza sin esfuerzo. Mientras la luz tenue acaricia la madera y el murmullo del mar se entrelaza con las conversaciones, un saxofonista camina entre las mesas, dejando detrás de sí una estela de notas suaves que flotan como perfume en el aire. Su música nos acompaña como si cada melodía conociera el ritmo de la noche y se adaptara al latido del momento. Es imposible no dejarse llevar por ese sonido envolvente que transforma la cena en un sueño despierto, donde cada nota se vuelve parte del sabor, parte del alma de Zibu.

La visión del chef Lalo Palazuelos se siente en cada detalle, en cada combinación que parece imposible hasta que la pruebas y descubres que sí, que así debió saber siempre la fusión perfecta. Su Kari Gai, con curry tailandés y plátanos fritos, o el salmón chileno al cedro, son más que platillos: son ofrendas, son intuiciones convertidas en gozo. Bajo las estrellas de Acapulco, el hedonismo se convierte en ceremonia, y la experiencia, en memoria.

En Zibu, lo dulce, lo ácido, lo salado, lo picante y lo amargo se acompañan, se exaltan mutuamente, y se convierten en poesía. Hay en cada plato una especie de alquimia que va más allá de la cocina: es una invitación a sentir, a rendirse, a cerrar los ojos y dejar que la vida entre por la boca y se quede en el corazón.
ZIBU ACAPULCO
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